El 30 y 31 de julio se llevaron a cabo asambleas distritales de Morena. A pesar del nombre, no hubo ningún tipo de deliberación y se limitaron a elegir a los delegados al Congreso Nacional en un bochornoso espectáculo de acarreo, fraude y violencia. Decenas de miles de personas fueron llevadas a las casillas en flotillas de camiones, microbuses y taxis para votar por personas que no conocen. Muchos no sabían ni a qué iban, pero igual recibieron el acordeón que les indicaba los nombres que debían poner en las boletas.
Infinidad de servidores públicos, empleados gubernamentales y beneficiarios de programas sociales fueron coaccionados para asistir, afiliarse al partido oficial y sufragar por quienes se les ordenaba. Se entregaron despensas y dinero en efectivo a raudales sin mucho disimulo y estructuras de los tres órdenes de gobierno fueron utilizadas para movilizar votantes. No faltaron alcaldes que echaron mano de sus policías para tomar el control del proceso e intimidar a sus adversarios internos.
Recurrieron a todo el repertorio de trampas. Se documentaron urnas embarazadas, falsificación de boletas, uso de recursos públicos, tacos, carruseles, exclusión de disidentes, cómputos adulterados. Por eso las cosas se salieron de control y en no pocas asambleas llegaron a los golpes e incluso quemaron urnas.
A pesar de las penosas imágenes y abundante evidencia del fraude generalizado que denunciaron los propios militantes de Morena, López Obrador minimizó el cochinero, acusó a otros de defraudar más y hasta se atrevió a decir que fue una jornada democrática, siendo que fueron los recursos económicos para comprar votos y acarrearlos lo que definió a los ganadores. Con ello perdió toda autoridad política y moral para cuestionar al INE, pero lo comprendo. Él enseña que para hacerse del poder y conservarlo todo se vale. Los militantes de su partido de Estado solo lo están emulando.
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