Tazón México VIII: La batalla de la tempestad
Desde la Tribuna
Por Laura Sandoval
El Estadio Olímpico de la BUAP no fue testigo de un simple partido de fútbol americano. El 12 de julio de 2025 se convirtió en una catedral donde la emoción, la furia y la gloria se entrelazaron en un espectáculo que quedará tatuado en la historia de la LFA. El Tazón México VIII fue más que un campeonato: fue una batalla de voluntades, un choque de identidades, un poema épico escrito en cada yarda, marcado por un diluvio implacable, como si los dioses mismos exigieran un campeón.
Frente a frente: los Mexicas de la Ciudad de México y los Osos de Monterrey. El norte contra el centro. El orden y la fuerza frente al caos estructurado. Desde el primer silbatazo, quedó claro que no se trataba solo de ganar un trofeo. Se trataba de dejar legado.
Los Osos, con su ofensiva quirúrgica liderada por Shelton Eppler, golpearon primero. Precisión. Control. Disciplina. Parecía que el plan maestro tomaría forma frente al mismo Ryan Kalil, presente en la justa deportiva. Todo indicaba que el equipo del norte ejecutaría sin fisuras, pese a las circunstancias. Cada pase era un dardo. Cada jugada, una sinfonía negra y naranja. La tribuna regiomontana rugía con cada avance, saboreando la gloria anticipada.
Pero los Mexicas no juegan con lógica: juegan con fuego.
Félix Buendía, ese estratega de alma indomable, supo soltar a sus demonios cuando más se requería. En el momento más oscuro, cuando la desventaja parecía mortal, su equipo abrazó el caos. Lo hizo suyo. Y lo transformó en arte.
La defensiva capitalina comenzó a cerrar espacios, a leer intenciones, a romper el guión. Y entonces llegó él: Colby Campbell, el MVP, el destructor, el latido furioso de una defensa que ya no permitía respiraciones. Campbell fue tormenta y fue martillo, cerrando caminos, levantando a su equipo a punta de golpes limpios y tackleadas que sacudían la tierra.
Cada cuarto fue un acto de teatro griego: tragedia, redención, tensión. El alarido colectivo.
Y entonces, el desenlace.
Tim Winfield, tras un desgarro inoportuno en la ingle, tuvo que salir del juego. Parecía que eso pondría en jaque al equipo de la Sangre Mexica. Sin embargo, otro Caballero Águila saltó para encender la esperanza. JP Segura tomó con determinación el balón, y le bastaron tres jugadas clave para conseguir la anotación que trajo una bocanada de aire a los de la capital.
Una jugada.
Un descuido.
Un balón suelto.
Un estadio que contuvo el aliento… y luego explotó en un grito rojo y blanco.
El rugido del oso se apagó entre truenos.
Pero los guerreros rojos bailaron en el diluvio… y vencieron. Quedando el partido 13-12 a favor de Mexicas.
Mexicas, campeón. Otra vez. Contra el pronóstico. Contra la lógica. A favor del corazón.
Más que un título
Lo que sucedió esa noche no puede reducirse a estadísticas. No fue solo un resultado. Fue una declaración de principios.
Mexicas le recordó a toda la LFA que la pasión no se entrena, que el alma no se mide, y que el amor por los colores puede incendiar una ciudad.
Y mientras los confetis caían y, por fin, la luna aparecía tras el clima hostil que se mantuvo durante los cuatro cuartos, el Estadio de la Angelópolis vibró con una sola verdad:
El Tazón México VIII no se jugó. Se vivió. Y será contado como una leyenda.
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